lunes, 15 de agosto de 2016

Caridad

La misa de las diez de la mañana es una de las más concurridas y –por eso- llego tempranito, tipo nueve, para ganar puesto. Soy la única que tiene derecho de ubicarse en la entrada de Santa Teresita, una de las iglesias más bonitas de la ciudad. Mi puesto me lo he ganado, luego de muchos años de esfuerzos. Cuando comencé a venir en los años sesenta mucha gente me miraba, se conmocionaba y me daba limosna. Ahora son pocos los que me miran, y casi nadie se percata de mi existencia. Las limosnas son escasas. Han pasado más de treinta años y ahora son mis hijos los que me traen, pues ya no puedo llegar por mis propios medios. Cuando era más joven, en el 67, poco después de inaugurada la iglesia de Santa Teresita, yo venía desde mi cuartito en La Gasca, muy temprano para oír misa. Siempre me cayeron bien los curitas carmelitas pues eran amables conmigo: nunca me dijeron que me vaya de aquí ni me maltrataron; más bien, me preguntaban si necesitaba algo o si quería confesarme. Este sector de la ciudad ha cambiado mucho desde que yo comencé a venir. Ahora está lleno de edificios altos, hay muchos carros y la gente ya no saluda. Además, ya no hay tantos feligreses en las misas. En los años sesentas y setentas, familias enteras: madres, padres, muchos niños y niñas, abuelas y abuelos, venían a la misa. Eran especialmente famosas las misas de las diez de la mañana, las de la cinco y las de la seis de la tarde. Las de las siete y media de la mañana eran las preferidas por las beatas que venían a rezar el rosario. Me encantaba mirar la llegada de la gente a las misa de diez. Muchas familias llegaban a pie, desde las casas de los alrededores. La Mariscal era un barrio residencial muy elegante, con casas muy bonitas, grandes y con jardines muy bien cuidados. En los ochentas comenzaron los cambios, pues se construyó un edificio muy grande en donde antes quedaba un supermercado. Los curitas carmelitas también construyeron algo más elegante para la casa parroquial. Ya las familias no venían juntas a misa. Llegaban especialmente parejas de marido y mujer, las mismas beatas ya más viejitas y niñas y niños eran cosa del pasado. Me dicen que muchas familias ahora van a una iglesia que queda en El Batán, y que Santa Teresita ha quedado para los viejos. Tal vez así sea, pues yo que era vieja, ahora soy ya una anciana. Tengo un buen puesto ya que a pesar de que estoy en la entrada, puedo guarecerme de la lluvia y el viento. Para no morirme del frío, pues Quito es helada en las mañanas y tardes, vengo vestida con medias, pantalón, falda, tres sweateres, chompa, gorro y chalina. A ratos parecía más vieja de lo que soy. Bueno, ahora sí que soy vieja, pero antes no lo era tanto y la gente, igual, estaba convencida de que yo era una anciana. Claro, debo admitir que eso es justamente lo que yo buscaba. Con esas ropas raídas y mi voz ronca y temblorosa, podía convencer a cualquiera de que yo era una anciana indigente. Y yo no era ni anciana, ni indigente. Cuando comencé a venir a las diferentes misas de Santa Teresita, yo tendría unos cincuenta años y tenía tres hijos adolescentes. Un año antes quedé viuda, por lo que nuestra situación económica se deterioró rápidamente. Nos tocó salir de la casita en La Floresta, ponerla a la venta y buscar otro lugar en donde vivir. Como la plata no me alcanzaba, tuvimos que irnos a vivir en un cuarto pequeño tras la casa de una vecina de mi prima Chabela. La verdad estábamos uno encima de otro, pero logramos sobrevivir. A mis hijos los saqué de los colegios privados a los que iban y los puse en colegios fiscales. Yo no sabía trabajar en nada y decidí que lo mejor era irme de mendiga a la entrada de la iglesia a donde iban las familias de alcurnia de la ciudad. Seguro sus limosnas serían buenas. Nuestra situación económica era muy mala, así es que mi disfraz de mendiga pronto se convirtió en mi modo de vida. Yo lograba reunir de cuarenta a cincuenta sucres los sábados y domingos y diez dólares diarios entre semana. Con esa platita logré dar de comer y educar a mis tres hijos. A medida que pasaron los años las cosas fueron cambiando. Dejaron de venir a misa las familias pudientes y las limosnas fueron menos buenas. Felizmente mis tres hijos ya se habían graduado del colegio y todos estaban en camino a convertirse en profesionales. El mayor me dijo un día: -mamá, creo que pronto podrás dejar de ir a mendigar a la entrada de la iglesia, conseguiré trabajo y yo podré mantenerte. Lloré mucho ese día de la emoción. No me atreví a decirle a mi hijo que yo no iba solo por el dinero, si no porque realmente me gustaba y tenía muchos amigos: la caramelera, el lustrabotas (que llevaba casi el mismo tiempo que yo yendo a la iglesia) y el señor que vendía el diario. No hubo forma de que mis hijos me convenzan de quedarme en casa. Les dije que solo si estuviera postrada me podrían amarrar a la cama. Me acostumbré a ir todos los días a mi puestito en Santa Teresita, ya que era mi forma de vida. Si llegaba tempranito lograba asistir a la misa de las siete y media de la mañana. Así, yo también me sentía bendecida. En las otras misas estaba yo trabajando. Aparte del disfraz, que luego dejó de serlo, yo tenía todo un acto montado: casi me arrodillaba, ponía las manos juntas, bajaba la mirada, y decía: “una caridadcita, por Dios de Dios.” Y lo decía repetidas veces, muy rápida y atropelladamente. Cada persona que pasaba por allí habrá escuchado mi ruego –al menos– cuatro veces. La mayoría ni me regresaba a ver. Algunos viejos feligreses me lanzaban unas moneditas. Los niños salían corriendo. Las niñas me quedaban mirando asustadas y le pedían a su madre que me diera una buena limosna. Ya no recuerdo cuántos años he estado viniendo a la iglesia a pedir limosna. Cuarenta, tal vez. He perdido la cuenta. Ahora que soy realmente una anciana, y que la voz me sale ronca y temblorosa al natural, son mis hijos los que me traen a mi puestito. Ya no vengo tan temprano, pues un golpe de frío me botaría a la cama con una bronquitis y me moriría con una neumonía. Me traen a eso de las nueve de la mañana, pues saben que disfruto de conversar con mis amigos y que las moneditas que me dan (aunque cada vez más escasas) me servirán para mis caprichos. Ya no necesito venir, pues mis hijos son tan buenos que me mantienen. Sigo en el cuartito de La Gasca, en donde vivo feliz. Ellos se ocupan de los gastos y la comida. Mi platita me sirve para cualquier gustito o para alguna emergencia. Me he enfermado algunas veces y dos de ellas casi me muero. Lo bueno es que siempre me ayudaron los curitas. Los carmelitas son gente muy buena y en la casa parroquial tienen un médico que atiende a los indigentes. Aunque yo en realidad no soy, ni fui, una indigente, los curitas sabían de mis terribles necesidades económicas, los médicos me atendieron de manera gratuita y me regalaban las medicinas. Sé que mi fin está cerca, las viejas siempre lo sabemos. Vengo de una familia de viejas brujas que tenemos la capacidad de adivinar el futuro, y yo ahora conozco el mío. La verdad, ya no me gusta tanto la vida. Mis amigos han fallecido: la caramerela murió en los ochentas y el que vendía el diario el año pasado. Solo seguimos, de los originales, el lustrabotas y yo. Él es más joven, por supuesto, debe tener unos sesenta años. Yo ya estoy en los setenta y nueve. Ya no puedo caminar al airito como hace veinte o treinta años. Ahora mis hijos me traen en taxi, y en la tarde siempre viene uno de ellos y me lleva de regreso a casa. La iglesia sigue siendo linda, los curitas carmelitas siempre bondadosos. Por lo demás, todo ha cambiado. Ahora ya no me dan limosna en sucres, sino en centavos de dólar. Ahora ya no vienen niñas y niños, sino ancianos como yo. Ahora este barrio se ha vuelto peligroso, cosa que no era. Ahora hace mucho calor al medio día y ya no hace tanto frío en las mañanas y tardes. Ahora ya no hay putas ni chulos por este barrio, lo han limpiado. Siguen existiendo los indigentes que duermen tapados con cartones. Siguen caminando los burócratas por estas calles. Sigo estando yo, pero ya no por mucho tiempo. La ciudad cambia y yo me voy yendo. María Sara Jijón C. Quito, 14 de agosto de 2016 Foto: Flickr RK & Tina

Manuelito

Esta mañana me pasé buscando a Manuelito por toda la casa y el rufián ha estado metido en la biblioteca de su padre. Aprendió a leer muy pronto y ahora se la pasa leyendo todo el día (estoy segura que tiene varios libros metidos debajo de su almohada). No le gusta nadar, ni practicar esgrima, ni ningún otro ejercicio propio de nuestra familia. Eso sí, monta muy bien a caballo, pues nació subido en uno. Aunque es un gran jinete estoy segura de que jamás practicará la equitación en serio. Solo de pensar en saltar le entra el pánico. Aunque ama a su padre y le sigue a todos lados, jamás será como él: disciplinado, valiente y estratégico. José Manuel, como lo llamo cuando me enojo, ha aprendido correctamente todos los modales que se requiere de un caballero. Mi esposo, Jacinto, un hombre altamente cultivado, curioso e inquieto, se la pasa excavando en nuestras propiedades y en muchos otros lugares de toda la nación. Manuelito, aunque recién entrado en la adolescencia, lo acompaña en sus investigaciones arqueológicas las veces que Jacinto se lo permite, pues su complexión delicada no le posibilita seguirle el ritmo. Mi esposo está completamente loco por la arqueología. Cada día llega con nuevas teorías sobre la historia del país. Pone en tela de duda inclusive los más importantes postulados del padre Juan de Velasco. Yo le digo que no se ponga en contra de los curas, pues le debemos mucho a la Iglesia que siempre nos han apoyado en todo momento. Manuelito es diferente, más mesurado que su padre. A pesar de aparentar ser un jovencito impulsivo y divertido, siempre piensa diez veces antes de hablar. Parece un joven viejo y a ratos demuestra ser más maduro que su propio padre. Como la esposa de un hombre importante sé mantener siempre mi lugar. Soy quien aconseja a Jacinto en cada decisión concerniente a nuestros múltiples negocios y bienes, y también en lo referente a la política. De hecho, las mejores decisiones que ha tomado han sido por mi excelente olfato en estos temas. Soy quien puede darse cuenta de quién es confiable y quién no, y sobre cuál inversión conviene y cuál no. Mi esposo confía en todos: si fuera por él aceptaría toda propuesta e invertiría todo nuestro patrimonio en muchos proyectos irrealizables. Ya ha gastado gran parte de nuestra fortuna en sus artilugios, en sus viajes por todo el país y en la gigantesca colección arqueológica. Ni hablar de todo el dinero invertido en agrandar la biblioteca, la cual ya estaba bien dotada con todo lo heredado por su familia y la mía. El archivo histórico que tenemos es extenso y probablemente el mejor conservado de todo el Ecuador. Sí, mi esposo es un erudito, y no es mal administrador de nuestro patrimonio. Pero yo soy el cerebro detrás de sus aciertos: yo mantengo mi lugar, a su lado, cuidándole las espaldas y siendo siempre sus oídos; silente y perspicaz. Mi hijo Manuelito tiene que ser aún mejor que su padre. Lo estoy educando para que sea un gran heredero de nuestro linaje. Aunque no tiene la erudición del padre, es un chico sincero, astuto y obediente. Me adora y hará siempre todo lo que yo le aconseje, en eso se parece a su padre. Manuelito es mi mejor legado para el país. Lo estoy impulsando para ser un gran administrador. Ama a su patria, a pesar de que hemos debido salir al exilio en varias ocasiones. La política es perversa y no le aconsejo a nadie dedicar demasiado tiempo a esas lides. ¡Cuán ingratos han sido muchos con nosotros! Nuestra estancia en Lima, por ejemplo, a pesar de haber sido grata, fue también triste. Nuestro partido, el Conservador, es grande y ha logrado ya bastantes presidencias y alcaldías. Los logros de mi esposo han sido importantes. Creo que ya ha servido suficiente al país y a la ciudad. Ahora nos toca con Manuelito. Manuelito es brillante y, aunque le falta el temple de su padre, es encantador. Lo estamos preparando para ser Presidente de la República. Los primeros años lo educamos en casa, con los mejores tutores del país. Ahora asiste al mejor colegio de Quito, el San Gabriel. Algunos jóvenes se burlan de él y le dicen el Cuasi Conde. Otros le sacan en cara lo de la Orden de Malta. Lo bueno es que Manuelito sabe manejarse en esas situaciones; él mismo se ríe del asunto y, al contrario, hace cada vez más amigos. Es un quiteño de pura cepa, entrañable conversador. Seré feliz cuando vea a mi hijo convertido en un hombre hecho y derecho, casado con una bella esposa que esté a su altura, una dama que le ayude a continuar con nuestra estirpe y a crecer nuestro acervo cultural y económico. La Circasiana, con todas nuestras riquezas, es nuestro mejor patrimonio, y espero que Manuelito lo sepa cuidar y mantener. Debo confesar que Jacinto ha sido débil en muchos aspectos. Por eso me esfuerzo todos los días para que Manuelito no lo sea. Dios permita que yo llegue a ver a mi hijo convertido en el líder que yo veo en él. María Sara Jijón C. Quito, 13 de agosto de 2016 Foto: Jacinto Jijón y Caamaño y su prima y esposa María Luisa Flores Caamaño. Archivo Nacional de Historia.

De bus en bus

Mi mamá Lucy tenía la costumbre de despertarse a las cuatro de la madrugada. No importaba qué tan tarde nos hubiéramos acostado, ella igual a las cuatro estaba ya levantada y a punto de rezar el rosario. Había encontrado en alguna esquina, cerca de esos enormes contenedores de basura, un pequeño pedazo de alfombra de color rojo y allí se sentaba y se ponía a rezar quedamente durante una hora. A la cinco de la mañana volvía silenciosamente al catre que usaban mis padres, se abrazaba a mi papá para dormir un poquito más. A las seis y media ya estábamos todos de pie en nuestro pequeño hogar; bueno, si hogar se le puede llamar a esa guachimanía en la que vivíamos siete personas. Era en realidad un cuartucho fétido, que había sido construido hace muchos años por un albañil contratado por el dueño de la mecánica. Llevábamos ya seis meses viviendo allí. Llegamos a la gran ciudad desde la Costa. Mis hermanas y yo nacimos en un pueblo chiquitico, con nombre de santo. San Juan era un recinto precioso para todos. Mucha gente venía a visitarnos en temporada playera, pues la comida que preparaban las mujeres del pueblo era realmente deliciosa y muy barata. Muy tempranito ya estábamos todos seis en las calles: mi mamá, mi papá, mis tres hermanas y yo. En casa se quedaba mi abuelito que estaba casi postrado. Él es muy hábil con sus manos y excelente para las artesanías hechas con madera, así es que todo el día se pasaba entretenido haciendo maravillas. Cada noche él nos mostraba sus tesoros antes de irnos a dormir. Ya en las calles nos dividimos el trabajo. Yo, como soy el más chiquito voy casi siempre con mi mamá. Hoy, nos toca la ruta de los buses que van por la Amazonas. Vamos en ambas direcciones, sur-norte, norte-sur. Temprano, los buses van llenitos llenitos y casi no nos podemos mover. Igual, toca subir y lanzarnos al ruedo. Mi madre me abraza y comienza su cuento lacrimógeno: ...que llegamos a Quito hace una semana, que por la Prensa tres tipos armados nos acorralaron y le quitaron a mi padre celular, dinero y casi la vida, que él -pobrecito- está en el Eugenio Espejo, que toca comprar medicinas y dar de comer a los bebes y que –como no tenemos dinero- apelamos a su sensibilidad y les pedimos un apoyo, cualquiera, aunque sea un centavito. ¡Qué gran actriz era mi madre! Mucha gente, en especial mujeres, se ponían a llorar. Terminada la historia, durante la cual mi madre siempre me abraza hasta casi ahogarme, pasamos de asiento en asiento extendiendo nuestras manos, esperando por un dolarito o centavitos. Yo le sonrío a todo el mundo, mientras mi madre va guardando los dineritos en uno de los bolsillos de su chompa y agradece haciendo como que se agacha. No todo el mundo nos apoya. Algunos se hacen los giles y miran para otro lado. Unas cuantas señoras ponen mala cara. Una incluso me sonrió y hasta me coqueteó (y eso que soy chiquito). Nunca faltan los viejos que quieren sobrepasarse con mi mamá. Es que aunque mi mamá tiene ya cuatro hijos sigue siendo muy hermosa y sexy. Como somos de la Costa, llamamos la atención con nuestro hablar y caminar. Mis hermanas mayores me han contado historias terribles de sus experiencias en los buses. Nunca sé a cuántos buses nos subimos, cuántos kilómetros recorrimos, cuántos rostros miramos, cuántas sonrisas obtuvimos, cuántas lágrimas produjimos, o cuantas malas caras recibimos. Solo sé que al final del día logramos recuperar un buen dinerito. Hoy tuvimos mucha suerte, pues en uno de los buses venía una pareja gringa que nos sonrió mucho y nos regaló veinte dólares. Por eso pudimos terminar temprano y a las cinco de la tarde ya estuvimos en casa. Ni bien llegamos me tomé una taza de avena que había preparado el abuelo. Estaba riquísima, pues la había endulzado con panela. Miré al cielo, que aún seguía muy azul. El inmenso Pichincha nos miraba como para protegernos. Yo soñaba despierto con mi Costa hermosa, con las playas, con mis amigas y amigos, con poder andar en bici sin peligro. De pronto, ¡zas!, vi una estrella fugaz. Le pedí un deseo: que ya no tengamos que actuar, que no tengamos que ir mintiendo por la vida para ganarnos el pan, que no tenga que ver nunca más rostros de miedo, asco, ira o pena dirigidos a mí o a mis hermanas. Recibo muchas sonrisas, es lo que más recibo, la verdad. Pero quiero que sean sonrisas auténticas, de amigas, vecinas y primas, y no –como ahora– que son realmente muecas de misericordia. María Sara Jijón C. Quito, 13 de agosto de 2016 Foto: Haydeé Morejón Figueroa

Hula hop

Ya llevamos más de treinta minutos esperando el bus. En vacaciones es siempre igual, los buses pasan cada que aparece un burro volando. El sol nos estaba chamuscando. Mi madre me había dicho en la mañana: -hija, llevarás gorrito. Pero yo, terca como una mula, no le hice caso. Mi pobre madre iba super cargada: la mochila con la comida para el picnic, el hula hula para la competencia que habría en el parque, las chompas por si lloviera en la tarde, su cartera, y un paraguas inmenso por si las moscas. ¡Ella era siempre tan previsiva! Yo, en cambio, soy una desorganizada del san flautas. Eso sí, para salir de casa yo siempre estoy lista en cinco minutos, mientras que a mi mamá le toma una hora. Tiene que dejar todo ordenado y en su puesto antes de salir. Finalmente llegó el autobús. El chofer iba endemoniado. Quien sabe la razón, pero manejaba pésimo: frenaba a cada rato, no sabía cambiar las marchas, metía el acelerador hasta el fondo para pasar a los otros buses, se cruzaba sobre otros autos, no se quedaba en el carril exclusivo para buses, paraba en donde le daba la gana, casi se pasa dos semáforos en rojo y, aunque todos le gritábamos y pifiábamos, le valía. Luego de veinte paradas y diecisiete minutos de martirio, llegamos a nuestro destino. ¡Qué alivio! Puf. Ya en el parque, fuimos directo al lugar en donde sería la final de la competencia de hula hop. Yo estaba feliz y nerviosa a la vez. No veía la hora de estar subida en la tarima, y competir. Me había pasado entrenando dos horas diarias. Estaba lista, y tenía la seguridad de que sería la ganadora. Éramos diez chicas las finalistas (jajaja, ningún hombre lo logró, jajaja). Había muchas familias apoyándonos. Papás, mamás, hermanas y hermanos, abuelitas, y hasta perros. Yo sólo tenía a mi mamá. Mi padre vivía lejos. No tengo hermanos. Mis abuelitos se habían muerto. Mis tíos vivían sus vidas. A mis primos les importamos poco. Mi madre lo era todo para mí. ¡Estaba lista! Nos llamaron por el micrófono, subimos al escenario, y pusieron música que mi mamá odia: reggaetón. A mí si me gusta, es divertida y tiene ritmo. Mi mamá me asegura que cuando entienda la letra ya no me gustará el reggaetón. Yo no le hago mucho caso. Es un poco antigua. Desde arriba todo se ve diferente. Serían los nervios, pero yo no lograba saber cuanta gente nos estaba mirando y aplaudiendo. Solo sé que una por una, las otras finalistas se iban eliminando. A una pobre chica, mayor que yo, en uno de los desafíos se enganchó con el hula hula en una pierna y se cayó. Me dio vergüenza ajena. Yo seguía concentrada. Ya quedábamos solo tres finalistas. Llevábamos diez minutos de competencia. Muchos aplausos. Una niña chiquita se subió a la tarima. Yo comencé a sudar de los nervios. ¡Chuta! –pensé- ahora sí la que perderé seré yo. Menos mal la niña se quedó en su puesto. La tercera chica se eliminó. Éramos solo dos en el escenario. La otra finalista seguro tendría unos cinco o seis años más que yo. Se le notaba nerviosa. Yo también lo estaba. El maestro de ceremonias era un poco tramposo. Yo sabía que él estaba a favor de la otra chica. Me concentré aún más. Me había olvidado de llevar gafas, y el sol me daba en los ojos. Éramos mi hula hula y yo. Bueno, el hula hula que me dieron y yo. No pudimos competir con nuestros hula hulas (decían que podíamos hacer trampa). Pero el tramposo era el señor del micrófono. Yo me di cuenta de que él tenía algo a favor de la otra finalista. Logré tranquilizarme. El premio no era un gran qué, pero yo quería llegar el primer día de clases del colegio y decirles a mis compañeras que había ganado el campeonato de hula hula. Me comenzó a doler la espalda. Al mancito ese del micrófono se le ocurrió un último desafío: había que agacharse y topar el piso con una mano, mientras seguíamos haciendo hula hula. Imposible –me dije-. Y, claro, al intentarlo, plop, se me cayó el hula hula. La otra chica, más pilas, ni lo intentó. Quedé segunda. No me importó tanto que digamos. Mi mamá me abrazó. La otra chica era mayor, y estaba super contenta. Vi -que al terminar- ella se acercó a un chico, le dió un beso en la boca, y le dijo: -gané. El novio de la ganadora sonrió, y con su mano derecha le tocó la mejilla. Era ciego. Yo sonreí, y fui a felicitar a la ganadora. Un buen día –pensé-. Había hecho feliz a mucha gente, y no me había costado nada. María Sara Jijón C. Quito, 11 de agosto de 2016 Foto: MSJijón

Dolor de pies

Verónica tenía un dolorcito cojudo en el dedo gordo del pie izquierdo y otro insoportable en el dedo más menudo del derecho. Más le valía no pensar además en los eternos sufrimientos en sus tobillos ni en los moretones a lo largo de sus piernas. ¡Reflauta! –se repetía mil veces esta mañana–. Para colmo de males, hoy tenía que practicar tres horas en el centro de danza contemporánea, debía darle clases privadas a una aniñadita de Cumbayá y, a las ocho de la noche, gala en el Teatro Sucre con la Compañía Nacional de Danza. ¡Ufffa!, de verdad que hay días en que lo mejor sería declararse enferma y no levantarse. Pero hoy –como casi siempre– no podía darse esos lujitos. Como toda bailarina, vivía con las justas. Habitaba en una linda mini suite en La Floresta, barrio que últimamente se había puesto de moda. Menos mal que la dueña de casa no le había subido el arriendo en casi siete años. ¡Qué suertuda soy! –se repetía siempre. Todos sus amigotes pagaban arriendos el doble de caros y en barrios periféricos de la ciudad. Vero –como la llamaban todos– tenía suerte, sí. Iba en bici a todo lado. A unos giles hace rato que les habían robado sus bicis, y otros habían sido atropellados en el redondel de la Artigas. Vero se movilizaba a lo largo y ancho de la ciudad en bici, y eso que valoraba sus piernas más que muchos, pues vivía de ellas. La verdad, odiaba a la niñita insoportable de las clases de los miércoles en Cumbayá, pero debía aguantarla pues la madre pagaba bien, y eso le permitía cubrir la renta. Suertuda mismo sois –le repetían sus compañeras bailarinas– siempre te salen buenos proyectos. Encima, nunca te ha tocado uno de esos coreógrafos o directores babosos que nos manosean, nos miran con ojos libidinosos y nos hacen propuestas indecorosas. Pues sí, Vero era suertuda. Sus padres le dejaron estudiar lo que ella quisiera. Cuando les dijo que quería ser bailarina y vivir de la danza la apoyaron y nunca se burlaron de ella. Fue la primera de la clase. Le salió una beca completa para irse a especializar en Alemania. Fue parte del mejor elenco de una de las mayores compañías de danza contemporánea de ese país. No solo que era bailarina, sino también se hizo coreógrafa. Era muy respetada en el medio, y amaban su trabajo. Ganaba bien. Además tenía un novio palestino que era periodista en la DW. Cuando recibió la carta de su madre donde ella le pide que regrese al Ecuador, Vero pensó que sería una oportunidad para devolverle algo a su país. Se despidió de su novio, a quien amaba, con un “hasta luego”. Llegó al país hace más de seis años, dispuesta a comerse el mundo. Venía con tantas ideas, proyectos, oportunidades, chances de alianzas con su escuela en Alemania, para ofrecérselas a todos. Sabía que le tomaría tiempo convencer a la gente, pero ella lo lograría. Seis años habían pasado, tenía un lindo trabajo, le salían clases bien pagadas, y tal. Pero últimamente, como que ya no todo le salía tan bien: su padre había enfermado aún más, su madre andaba tensa por la situación económica desde que el padre se había retirado, su hermana menor andaba medio confundida (así se decía ahora a eso de no hacer nada y vivir de los papitos). Después de aquellas tres intensas horas de práctica de danza, todo su cuerpo le dolía. Igual, salió rumbo a Cumbayá en donde no supo ni cómo dio las clases. Llegó a su casa, se lanzó patas arriba sobre la alfombra persa y se quedó profundamente dormida. A las siete de la noche se despertó sobresaltada. Debía llegar en pocos minutos al teatro, y no llegaría si no en bici. Pero, ¿dónde la parquearía? No hay parqueaderos de bici en ese sector de la ciudad. No tenía luces en su bici. Le daba miedo que los autos o los buses la atropellaran. Ya no tenía tanta suerte. ¡Qué carajo! –pensó. Igual me voy en la bici. Se vistió sin siquiera asearse. Llegó al teatro a la hora pactada. Se fue a los vestidores. Se cambió como una zombi. Se miró al espejo (tan bella y estupenda como siempre, aunque con tremendas ojeras que tapó con maquillaje barato). Saludó con todos. Guiñó el ojo al tramoyista. Todos sonreían al verla. Hoy, Vero era la “prima donna”. Se abrió el telón. Los aplausos fueron estrepitosos. Su madre, sentada en primera fila, la miraba. Los pies le seguían doliendo como la “gran diabla”. Bajó la mirada para vérselos. Qué cosas de la vida, ¿cierto? Estaba tan loca y tan sin suerte que, frente al público, aún calzaba los zapatos tenis con los que trotaba todas las mañanas. María Sara Jijón C. Quito, 10 de agosto de 2016 Foto: Carlos Vallejo

Nada, pero nada de nada

Esa mañana me desperté acelerada, pues no sonó el maldito despertador. Me quedé dormida más de la cuenta. Mi cuerpo abre los ojos religiosamente todos los putos días hábiles a las seis de la mañana, pero siempre mi cerebro me dice a mi misma: -quédate en la cama unos diez minutitos más. Nunca son diez, son siempre treinta o más, y debo levantarme hecha loca; ponerme chanclas y chal y bajar a la cocina a preparar el desayuno. Mientras hierve el agua y pasa el café, vuelvo arriba y me doy una ducha flash. Bajo a medio secarme, con la toalla en la cabeza, saco la tetera y la moka de las hornillas y me tomo el desayuno al vuelo. ¡Púchicas!, hoy, ni pan ni queso, pues anoche me desocupé tan tarde ... En fin, salgo pitada a coger un taxi, pues hoy sí que me quedé demasiado en la cama. Me gusta ir a pie a la oficina o a veces tomo el bus. Pero hoy, ni muerta, toca agarrar taxi. Llego a la oficina y encuentro mi escritorio repleto de papeles. Es un relajo tu puesto de trabajo -me dije a mí misma. Así es que medio medio hice espacio sobre la mesa para la agenda y me puse a escribir una lista de los pendientes urgentes. Al medio día, volví a ver el reloj. No había tenido tiempo ni de ir al baño, peor de tomarme un vaso de agua. El poto lo tenía plano; así es que me levanté, relajé un poco las piernas, salí de mi cubículo y me fui a buscar un vaso. ¡Qué deliciosa estuvo el agua! En ese instante me acordé que el man no me había llamado en todo el día. Ni un sms, ni un mensaje de whatsapp, ni un mensajito en el chat del “cara e libro.” Nada. Así es que lo llamé yo. Nada, ni el celular de movistar, ni el de claro; ni el fijo, en su casa: nada. No había cómo ubicarlo. Ya me comencé a preocupar -como siempre-. ¿Le habrá pasado algo? ¿Le habrán asaltado? ¿Se habrá largado con otra? Llevaba ya dos días completos desaparecido. Con este ya iba el tercero. ¡Nunca se había desaparecido por tanto tiempo! Tal vez por un par de horas por estar en alguna reunión, eso es normal, pero siempre me mandaba algún mensaje, o algo, para que yo sepa en qué se hallaba. No es que me gustara estarlo controlando, pero él mismo me contaba todo. Opté por llamarlo a su trabajo (de la pura desesperación). Me contestó una de sus compañeras de trabajo, y me dijo. -No está, salió. No me dijo nada más. No podía ser más seca la hijueputa. Ya era casi la una de la tarde y mi panza comenzó a sonar. -Hambre, me dije. Así es que salí a comer cualquier cosa. Cerca de mi oficina hay un mercado municipal buenísimo. La fruta, las verduras, el pescado fresco. Todo es buenísimo. Pero lo mejor son los hornados y los almuerzos ejecutivos. Hoy no tenía ganas de hornado, así es que me pegué una sopa de bolas de verde, deliciosa, suculenta, barata. Volví a la oficina. Fui al baño, me lavé lo dientes, trabajé hasta las seis y al salir del aburrido día de trabajo opté por ir directo a su departamento. Ya no podía más. Llegué a las siete, pues esta vez sí me fui en bus. Timbré suavemente: nada. Esperé cinco minutos, y luego comencé a timbrar como loca. Al cabo de otros tres minutos exactos abrió la puerta. Me quedó viendo como si yo fuera una aparición. Oye -le dije- ¿qué te pasa? Nada -me contestó- nada, pero nada de nada. -¿Cómo nada?, déjate de cosas (la verdad, ya me estaba enojando), te he llamado infinidad de veces, y ¿tú?-. ¿Sabes? -me dijo- yo te amo, pero ¡ya no te aguanto!- Me quedó mirando y sonriendo con cara de Jack Nicholson. Se puso una chompa y me dejó allí, en el dintel de la puerta principal de su depar. Yo me quedé de una pieza mirando cómo el amor de mi vida salía huyendo, como desaforado, como si el Diablo le estuviera persiguiendo y corrió seis cuadras a toda velocidad, hasta que lo perdí de vista. Me quedé allí, absorta, pensativa, hueca. Y me dije a mí misma: ¡Se fue! María Sara Jijón C. Quito, 9 de agosto de 2016 Foto: Carlos Vallejo

viernes, 7 de enero de 2011

Biblioteca Digital Mundial


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