lunes, 15 de agosto de 2016

Caridad

La misa de las diez de la mañana es una de las más concurridas y –por eso- llego tempranito, tipo nueve, para ganar puesto. Soy la única que tiene derecho de ubicarse en la entrada de Santa Teresita, una de las iglesias más bonitas de la ciudad. Mi puesto me lo he ganado, luego de muchos años de esfuerzos. Cuando comencé a venir en los años sesenta mucha gente me miraba, se conmocionaba y me daba limosna. Ahora son pocos los que me miran, y casi nadie se percata de mi existencia. Las limosnas son escasas. Han pasado más de treinta años y ahora son mis hijos los que me traen, pues ya no puedo llegar por mis propios medios. Cuando era más joven, en el 67, poco después de inaugurada la iglesia de Santa Teresita, yo venía desde mi cuartito en La Gasca, muy temprano para oír misa. Siempre me cayeron bien los curitas carmelitas pues eran amables conmigo: nunca me dijeron que me vaya de aquí ni me maltrataron; más bien, me preguntaban si necesitaba algo o si quería confesarme. Este sector de la ciudad ha cambiado mucho desde que yo comencé a venir. Ahora está lleno de edificios altos, hay muchos carros y la gente ya no saluda. Además, ya no hay tantos feligreses en las misas. En los años sesentas y setentas, familias enteras: madres, padres, muchos niños y niñas, abuelas y abuelos, venían a la misa. Eran especialmente famosas las misas de las diez de la mañana, las de la cinco y las de la seis de la tarde. Las de las siete y media de la mañana eran las preferidas por las beatas que venían a rezar el rosario. Me encantaba mirar la llegada de la gente a las misa de diez. Muchas familias llegaban a pie, desde las casas de los alrededores. La Mariscal era un barrio residencial muy elegante, con casas muy bonitas, grandes y con jardines muy bien cuidados. En los ochentas comenzaron los cambios, pues se construyó un edificio muy grande en donde antes quedaba un supermercado. Los curitas carmelitas también construyeron algo más elegante para la casa parroquial. Ya las familias no venían juntas a misa. Llegaban especialmente parejas de marido y mujer, las mismas beatas ya más viejitas y niñas y niños eran cosa del pasado. Me dicen que muchas familias ahora van a una iglesia que queda en El Batán, y que Santa Teresita ha quedado para los viejos. Tal vez así sea, pues yo que era vieja, ahora soy ya una anciana. Tengo un buen puesto ya que a pesar de que estoy en la entrada, puedo guarecerme de la lluvia y el viento. Para no morirme del frío, pues Quito es helada en las mañanas y tardes, vengo vestida con medias, pantalón, falda, tres sweateres, chompa, gorro y chalina. A ratos parecía más vieja de lo que soy. Bueno, ahora sí que soy vieja, pero antes no lo era tanto y la gente, igual, estaba convencida de que yo era una anciana. Claro, debo admitir que eso es justamente lo que yo buscaba. Con esas ropas raídas y mi voz ronca y temblorosa, podía convencer a cualquiera de que yo era una anciana indigente. Y yo no era ni anciana, ni indigente. Cuando comencé a venir a las diferentes misas de Santa Teresita, yo tendría unos cincuenta años y tenía tres hijos adolescentes. Un año antes quedé viuda, por lo que nuestra situación económica se deterioró rápidamente. Nos tocó salir de la casita en La Floresta, ponerla a la venta y buscar otro lugar en donde vivir. Como la plata no me alcanzaba, tuvimos que irnos a vivir en un cuarto pequeño tras la casa de una vecina de mi prima Chabela. La verdad estábamos uno encima de otro, pero logramos sobrevivir. A mis hijos los saqué de los colegios privados a los que iban y los puse en colegios fiscales. Yo no sabía trabajar en nada y decidí que lo mejor era irme de mendiga a la entrada de la iglesia a donde iban las familias de alcurnia de la ciudad. Seguro sus limosnas serían buenas. Nuestra situación económica era muy mala, así es que mi disfraz de mendiga pronto se convirtió en mi modo de vida. Yo lograba reunir de cuarenta a cincuenta sucres los sábados y domingos y diez dólares diarios entre semana. Con esa platita logré dar de comer y educar a mis tres hijos. A medida que pasaron los años las cosas fueron cambiando. Dejaron de venir a misa las familias pudientes y las limosnas fueron menos buenas. Felizmente mis tres hijos ya se habían graduado del colegio y todos estaban en camino a convertirse en profesionales. El mayor me dijo un día: -mamá, creo que pronto podrás dejar de ir a mendigar a la entrada de la iglesia, conseguiré trabajo y yo podré mantenerte. Lloré mucho ese día de la emoción. No me atreví a decirle a mi hijo que yo no iba solo por el dinero, si no porque realmente me gustaba y tenía muchos amigos: la caramelera, el lustrabotas (que llevaba casi el mismo tiempo que yo yendo a la iglesia) y el señor que vendía el diario. No hubo forma de que mis hijos me convenzan de quedarme en casa. Les dije que solo si estuviera postrada me podrían amarrar a la cama. Me acostumbré a ir todos los días a mi puestito en Santa Teresita, ya que era mi forma de vida. Si llegaba tempranito lograba asistir a la misa de las siete y media de la mañana. Así, yo también me sentía bendecida. En las otras misas estaba yo trabajando. Aparte del disfraz, que luego dejó de serlo, yo tenía todo un acto montado: casi me arrodillaba, ponía las manos juntas, bajaba la mirada, y decía: “una caridadcita, por Dios de Dios.” Y lo decía repetidas veces, muy rápida y atropelladamente. Cada persona que pasaba por allí habrá escuchado mi ruego –al menos– cuatro veces. La mayoría ni me regresaba a ver. Algunos viejos feligreses me lanzaban unas moneditas. Los niños salían corriendo. Las niñas me quedaban mirando asustadas y le pedían a su madre que me diera una buena limosna. Ya no recuerdo cuántos años he estado viniendo a la iglesia a pedir limosna. Cuarenta, tal vez. He perdido la cuenta. Ahora que soy realmente una anciana, y que la voz me sale ronca y temblorosa al natural, son mis hijos los que me traen a mi puestito. Ya no vengo tan temprano, pues un golpe de frío me botaría a la cama con una bronquitis y me moriría con una neumonía. Me traen a eso de las nueve de la mañana, pues saben que disfruto de conversar con mis amigos y que las moneditas que me dan (aunque cada vez más escasas) me servirán para mis caprichos. Ya no necesito venir, pues mis hijos son tan buenos que me mantienen. Sigo en el cuartito de La Gasca, en donde vivo feliz. Ellos se ocupan de los gastos y la comida. Mi platita me sirve para cualquier gustito o para alguna emergencia. Me he enfermado algunas veces y dos de ellas casi me muero. Lo bueno es que siempre me ayudaron los curitas. Los carmelitas son gente muy buena y en la casa parroquial tienen un médico que atiende a los indigentes. Aunque yo en realidad no soy, ni fui, una indigente, los curitas sabían de mis terribles necesidades económicas, los médicos me atendieron de manera gratuita y me regalaban las medicinas. Sé que mi fin está cerca, las viejas siempre lo sabemos. Vengo de una familia de viejas brujas que tenemos la capacidad de adivinar el futuro, y yo ahora conozco el mío. La verdad, ya no me gusta tanto la vida. Mis amigos han fallecido: la caramerela murió en los ochentas y el que vendía el diario el año pasado. Solo seguimos, de los originales, el lustrabotas y yo. Él es más joven, por supuesto, debe tener unos sesenta años. Yo ya estoy en los setenta y nueve. Ya no puedo caminar al airito como hace veinte o treinta años. Ahora mis hijos me traen en taxi, y en la tarde siempre viene uno de ellos y me lleva de regreso a casa. La iglesia sigue siendo linda, los curitas carmelitas siempre bondadosos. Por lo demás, todo ha cambiado. Ahora ya no me dan limosna en sucres, sino en centavos de dólar. Ahora ya no vienen niñas y niños, sino ancianos como yo. Ahora este barrio se ha vuelto peligroso, cosa que no era. Ahora hace mucho calor al medio día y ya no hace tanto frío en las mañanas y tardes. Ahora ya no hay putas ni chulos por este barrio, lo han limpiado. Siguen existiendo los indigentes que duermen tapados con cartones. Siguen caminando los burócratas por estas calles. Sigo estando yo, pero ya no por mucho tiempo. La ciudad cambia y yo me voy yendo. María Sara Jijón C. Quito, 14 de agosto de 2016 Foto: Flickr RK & Tina

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