lunes, 15 de agosto de 2016

Dolor de pies

Verónica tenía un dolorcito cojudo en el dedo gordo del pie izquierdo y otro insoportable en el dedo más menudo del derecho. Más le valía no pensar además en los eternos sufrimientos en sus tobillos ni en los moretones a lo largo de sus piernas. ¡Reflauta! –se repetía mil veces esta mañana–. Para colmo de males, hoy tenía que practicar tres horas en el centro de danza contemporánea, debía darle clases privadas a una aniñadita de Cumbayá y, a las ocho de la noche, gala en el Teatro Sucre con la Compañía Nacional de Danza. ¡Ufffa!, de verdad que hay días en que lo mejor sería declararse enferma y no levantarse. Pero hoy –como casi siempre– no podía darse esos lujitos. Como toda bailarina, vivía con las justas. Habitaba en una linda mini suite en La Floresta, barrio que últimamente se había puesto de moda. Menos mal que la dueña de casa no le había subido el arriendo en casi siete años. ¡Qué suertuda soy! –se repetía siempre. Todos sus amigotes pagaban arriendos el doble de caros y en barrios periféricos de la ciudad. Vero –como la llamaban todos– tenía suerte, sí. Iba en bici a todo lado. A unos giles hace rato que les habían robado sus bicis, y otros habían sido atropellados en el redondel de la Artigas. Vero se movilizaba a lo largo y ancho de la ciudad en bici, y eso que valoraba sus piernas más que muchos, pues vivía de ellas. La verdad, odiaba a la niñita insoportable de las clases de los miércoles en Cumbayá, pero debía aguantarla pues la madre pagaba bien, y eso le permitía cubrir la renta. Suertuda mismo sois –le repetían sus compañeras bailarinas– siempre te salen buenos proyectos. Encima, nunca te ha tocado uno de esos coreógrafos o directores babosos que nos manosean, nos miran con ojos libidinosos y nos hacen propuestas indecorosas. Pues sí, Vero era suertuda. Sus padres le dejaron estudiar lo que ella quisiera. Cuando les dijo que quería ser bailarina y vivir de la danza la apoyaron y nunca se burlaron de ella. Fue la primera de la clase. Le salió una beca completa para irse a especializar en Alemania. Fue parte del mejor elenco de una de las mayores compañías de danza contemporánea de ese país. No solo que era bailarina, sino también se hizo coreógrafa. Era muy respetada en el medio, y amaban su trabajo. Ganaba bien. Además tenía un novio palestino que era periodista en la DW. Cuando recibió la carta de su madre donde ella le pide que regrese al Ecuador, Vero pensó que sería una oportunidad para devolverle algo a su país. Se despidió de su novio, a quien amaba, con un “hasta luego”. Llegó al país hace más de seis años, dispuesta a comerse el mundo. Venía con tantas ideas, proyectos, oportunidades, chances de alianzas con su escuela en Alemania, para ofrecérselas a todos. Sabía que le tomaría tiempo convencer a la gente, pero ella lo lograría. Seis años habían pasado, tenía un lindo trabajo, le salían clases bien pagadas, y tal. Pero últimamente, como que ya no todo le salía tan bien: su padre había enfermado aún más, su madre andaba tensa por la situación económica desde que el padre se había retirado, su hermana menor andaba medio confundida (así se decía ahora a eso de no hacer nada y vivir de los papitos). Después de aquellas tres intensas horas de práctica de danza, todo su cuerpo le dolía. Igual, salió rumbo a Cumbayá en donde no supo ni cómo dio las clases. Llegó a su casa, se lanzó patas arriba sobre la alfombra persa y se quedó profundamente dormida. A las siete de la noche se despertó sobresaltada. Debía llegar en pocos minutos al teatro, y no llegaría si no en bici. Pero, ¿dónde la parquearía? No hay parqueaderos de bici en ese sector de la ciudad. No tenía luces en su bici. Le daba miedo que los autos o los buses la atropellaran. Ya no tenía tanta suerte. ¡Qué carajo! –pensó. Igual me voy en la bici. Se vistió sin siquiera asearse. Llegó al teatro a la hora pactada. Se fue a los vestidores. Se cambió como una zombi. Se miró al espejo (tan bella y estupenda como siempre, aunque con tremendas ojeras que tapó con maquillaje barato). Saludó con todos. Guiñó el ojo al tramoyista. Todos sonreían al verla. Hoy, Vero era la “prima donna”. Se abrió el telón. Los aplausos fueron estrepitosos. Su madre, sentada en primera fila, la miraba. Los pies le seguían doliendo como la “gran diabla”. Bajó la mirada para vérselos. Qué cosas de la vida, ¿cierto? Estaba tan loca y tan sin suerte que, frente al público, aún calzaba los zapatos tenis con los que trotaba todas las mañanas. María Sara Jijón C. Quito, 10 de agosto de 2016 Foto: Carlos Vallejo

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