lunes, 15 de agosto de 2016

De bus en bus

Mi mamá Lucy tenía la costumbre de despertarse a las cuatro de la madrugada. No importaba qué tan tarde nos hubiéramos acostado, ella igual a las cuatro estaba ya levantada y a punto de rezar el rosario. Había encontrado en alguna esquina, cerca de esos enormes contenedores de basura, un pequeño pedazo de alfombra de color rojo y allí se sentaba y se ponía a rezar quedamente durante una hora. A la cinco de la mañana volvía silenciosamente al catre que usaban mis padres, se abrazaba a mi papá para dormir un poquito más. A las seis y media ya estábamos todos de pie en nuestro pequeño hogar; bueno, si hogar se le puede llamar a esa guachimanía en la que vivíamos siete personas. Era en realidad un cuartucho fétido, que había sido construido hace muchos años por un albañil contratado por el dueño de la mecánica. Llevábamos ya seis meses viviendo allí. Llegamos a la gran ciudad desde la Costa. Mis hermanas y yo nacimos en un pueblo chiquitico, con nombre de santo. San Juan era un recinto precioso para todos. Mucha gente venía a visitarnos en temporada playera, pues la comida que preparaban las mujeres del pueblo era realmente deliciosa y muy barata. Muy tempranito ya estábamos todos seis en las calles: mi mamá, mi papá, mis tres hermanas y yo. En casa se quedaba mi abuelito que estaba casi postrado. Él es muy hábil con sus manos y excelente para las artesanías hechas con madera, así es que todo el día se pasaba entretenido haciendo maravillas. Cada noche él nos mostraba sus tesoros antes de irnos a dormir. Ya en las calles nos dividimos el trabajo. Yo, como soy el más chiquito voy casi siempre con mi mamá. Hoy, nos toca la ruta de los buses que van por la Amazonas. Vamos en ambas direcciones, sur-norte, norte-sur. Temprano, los buses van llenitos llenitos y casi no nos podemos mover. Igual, toca subir y lanzarnos al ruedo. Mi madre me abraza y comienza su cuento lacrimógeno: ...que llegamos a Quito hace una semana, que por la Prensa tres tipos armados nos acorralaron y le quitaron a mi padre celular, dinero y casi la vida, que él -pobrecito- está en el Eugenio Espejo, que toca comprar medicinas y dar de comer a los bebes y que –como no tenemos dinero- apelamos a su sensibilidad y les pedimos un apoyo, cualquiera, aunque sea un centavito. ¡Qué gran actriz era mi madre! Mucha gente, en especial mujeres, se ponían a llorar. Terminada la historia, durante la cual mi madre siempre me abraza hasta casi ahogarme, pasamos de asiento en asiento extendiendo nuestras manos, esperando por un dolarito o centavitos. Yo le sonrío a todo el mundo, mientras mi madre va guardando los dineritos en uno de los bolsillos de su chompa y agradece haciendo como que se agacha. No todo el mundo nos apoya. Algunos se hacen los giles y miran para otro lado. Unas cuantas señoras ponen mala cara. Una incluso me sonrió y hasta me coqueteó (y eso que soy chiquito). Nunca faltan los viejos que quieren sobrepasarse con mi mamá. Es que aunque mi mamá tiene ya cuatro hijos sigue siendo muy hermosa y sexy. Como somos de la Costa, llamamos la atención con nuestro hablar y caminar. Mis hermanas mayores me han contado historias terribles de sus experiencias en los buses. Nunca sé a cuántos buses nos subimos, cuántos kilómetros recorrimos, cuántos rostros miramos, cuántas sonrisas obtuvimos, cuántas lágrimas produjimos, o cuantas malas caras recibimos. Solo sé que al final del día logramos recuperar un buen dinerito. Hoy tuvimos mucha suerte, pues en uno de los buses venía una pareja gringa que nos sonrió mucho y nos regaló veinte dólares. Por eso pudimos terminar temprano y a las cinco de la tarde ya estuvimos en casa. Ni bien llegamos me tomé una taza de avena que había preparado el abuelo. Estaba riquísima, pues la había endulzado con panela. Miré al cielo, que aún seguía muy azul. El inmenso Pichincha nos miraba como para protegernos. Yo soñaba despierto con mi Costa hermosa, con las playas, con mis amigas y amigos, con poder andar en bici sin peligro. De pronto, ¡zas!, vi una estrella fugaz. Le pedí un deseo: que ya no tengamos que actuar, que no tengamos que ir mintiendo por la vida para ganarnos el pan, que no tenga que ver nunca más rostros de miedo, asco, ira o pena dirigidos a mí o a mis hermanas. Recibo muchas sonrisas, es lo que más recibo, la verdad. Pero quiero que sean sonrisas auténticas, de amigas, vecinas y primas, y no –como ahora– que son realmente muecas de misericordia. María Sara Jijón C. Quito, 13 de agosto de 2016 Foto: Haydeé Morejón Figueroa

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